Columna de Opinión: La Envidia del Barrio

Pensadores como Michel Foucault y algunos otros expresaban que el poder trasciende de las personas, y pertenece a las instituciones. Una premisa republicana que en el papel resulta épica y resuena en muchos discursos de mandatarios de todo el continente, pero que seamos sinceros, poco se traduce en la realidad, con la excepción, eso sí, de Chile.

De ahí que concluida la resaca electoral de la segunda vuelta, las miradas analíticas desde
expertos y ciudadanos comunes internacionales fijaron su atención en nuestro país, con
asombro. Es cierto, había mucho por donde sorprenderse. Primero, por los resultados de
estas elecciones con el aplastante triunfo de José Antonio Kast sobre Jeanette Jara (más de
16 puntos de diferencia).

Segundo, por el giro de 180 grados que toma el país en su conducción política, desde
aquella nueva izquierda (joven) que se instaló en 2022 con ideas que parecían renovadas,
puras, castas, con altura moral y alejada de los vicios del poder, y que, sabemos,
terminaron siendo un profundo desastre, con escándalos de corrupción, problemas en el
crecimiento y en el empleo. Antecedentes que este año abrieron el camino hacia el otro
extremo, una derecha dura que, con los resultados del domingo, eleva las expectativas en
materia de control migratorio y seguridad.

Sin embargo, más allá de las razones de fondo de los resultados, el foco de atención para
muchos analistas internacionales se centró, primero, en la rapidez de la entrega de
resultados por parte del Servicio Electoral, con una incuestionabilidad transversal. Un
sistema que entrega eficiencia y, lo más importante, confianza. Algo que es costumbre y
poca sorpresa para los chilenos, pero que genera admiración para el continente.

También el gesto de Jeanette Jara, que una vez conocido los resultados no dudó en ir a
visitar y felicitar personalmente al candidato ganador. Gestos de convivencia política que
son escasos en la región, y que para los chilenos son parte de la costumbre.

Pero, sin duda, una de las imágenes que dio la vuelta al mundo fue la llamada telefónica (y
televisada en cadena nacional) del presidente Gabriel Boric, hoy referente de la nueva
izquierda chilena, hacia el presidente electo José Antonio Kast. Un llamado que fue algo
más que protocolar, con gestos de camaradería y afecto por el cargo, dejando de lado las
inmensas distancias políticas entre uno y otro, y poniendo por encima a la institución
republicana de la Presidencia.

Incluso más. La invitación concretada al día siguiente del mandatario en ejercicio al
recientemente electo a visitar el Palacio de La Moneda, reforzaron este sentir democrático
de un país que supo vivir los horrores de la violencia política y el autoritarismo. Existe un
compromiso explícito desde todos los sectores de cuidar las instituciones, y no volver atrás.
Y es que en un continente marcado por quiebres institucionales, liderazgos personalistas y
transiciones traumáticas, Chile ha cultivado —a veces sin advertirlo— un patrimonio político silencioso pero decisivo: el respeto por estas costumbres, que no siempre están escritas en la Constitución ni regladas en una ley, pero sostienen la vida democrática con una eficacia que muchas miran con recelo y envidia en el continente. Porque, digámoslo, este tipo de gestos se ha desarrollado casi de manera ininterrumpida. En momentos de tensión política, incluso con Pinochet haciendo entrega de la banda presidencial a Patricio Aylwin, o de Sebastián Piñera a Gabriel Boric, con los estragos del estallido social, el país ha sabido mantener ese mínimo republicano.

¿Por qué es importante? Las costumbres republicanas funcionan como un lubricante
institucional. Facilitan la transición administrativa, reducen la incertidumbre y permiten que
el Estado siga funcionando sin sobresaltos. Lo anterior, genera una estabilidad social y
política utilitaria para la convivencia y para el respeto del ejercicio del poder. No solo es un
detalle comunicacional; es simplemente gobernabilidad.

También hay un valor de enseñanza. Cuando el Presidente en ejercicio reconoce
públicamente al Presidente electo, le dice a la sociedad —sin discursos grandilocuentes—
que perder también es parte de la democracia. Que el adversario no es un enemigo. Que
las reglas valen incluso cuando no nos favorecen. Esa lección, repetida elección tras
elección, es una de las razones por las que Chile ha sido, por décadas, “la envidia del
barrio”.

Defender el saludo, el reconocimiento y el traspaso ordenado no es defender a un gobierno
ni a una coalición. Es defender una idea de país donde el poder es transitorio, las
instituciones permanentes y la democracia algo más que un resultado electoral. Tal vez por
eso, en medio de un vecindario convulsionado, Chile sigue siendo —cuando honra estas
prácticas— la envidia del barrio.

Por Julio Sánchez, periodista, Magíster en Comunicación Política y Director Comunicación& Medios WE.

 

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